Vuelvo a escribir sobre un tema del que me gusta mucho hablar. No, no voy a hablar sobre gente que se tira pedos. No, tampoco sobre el apocalipsis. Esta vez es serio. Voy a hablar de nuevo sobre la creatividad. Es un tema que me apasiona. Relajaos y poneros una música que os guste, porque esta entrada me ha salido un poco larga. Sólo espero que os guste.
Leyendo uno de los muchos blogs que suelo leer (esto es otro tema del que hablaré otro día), me encontré con una serie de artículos de los que me suelen interesar. Voy a tratar de haceros un resumen aquí, ya que creo que los artículos en sí mismos hablaban de demasiadas cosas y yo me quiero centrar en sólo una de ellas que hacía de nexo de unión de todos ellos. Al final de mi entrada os doy las referencias necesarias para que veáis que no me he inventado nada de lo que aquí escribiré y por si queréis profundizar en el tema.
Voy a tratar de hacer una reflexión sobre varios temas que están muy ligados todos ellos. Así, en plan titular, hablaré de la inteligencia, de la creatividad, de los genios, del talento innato, del trabajo para conseguir el éxito.
No es fácil empezar. Si hacemos una encuesta rápida, seguramente más del 90 % de la gente (yo incluido que quede claro) piensa que la inteligencia es una de las características que seguramente posean la mayor parte de las personas que han alcanzado un éxito en su carrera laboral, especialmente en perfiles profesionales de tipo más reflexivo, véase científicos, abogados, periodistas, escritores… Una persona que también pensó lo mismo fue Lewis Terman. Esta persona fue un reconocido psicólogo estadounidense que destacó como un pionero de la psicología cognitiva en el siglo 20 en la Universidad de Stanford. Se hizo famoso porque a principios del siglo XX fue el inventor del Stanford-Binet IQ test, el conocido como el test del coeficiente intelectual. Este test mide la capacidad intelectual de las personas y se basa en pruebas de convergencia: se obliga a revisar una lista de posibilidades y converger en la respuesta correcta. El test de Terman cifra el umbral de la genialidad en 140.
Pues la vida de nuestro amigo Lewis Terman cambió radicalmente cuando justo después de la Segunda Guerra Mundial descubrió a Henry Cowel. Un chico pobre con grandes problemas de adaptación que había estado sin escolarizar desde los 7 años. Trabajaba como portero en la universidad de Stanford, pero abandonaba regularmente su puesto para ir a tocar el piano de la escuela con una maestría increíble. Eso llamó mucho la atención de Terman y decidió hacerle pasar por su test, obteniendo una nota bastante superior a los 140 puntos que diferencian a los genios. Este hecho le hizo pensar a Terman en cuántos genios desconocidos había por el mundo a los cuales nadie les había dado su oportunidad.
Entonces Terman tomó una decisión. Iba a encontrar a todos los chicos como Cowell para encauzar su genio de forma provechosa y socialmente positiva. Un grupo destinado a formar las futuras elites de Estados Unidos, líderes que hicieran avanzar la ciencia, el arte, la política, la educación y la asistencia social en general. Unos intelectuales organizados a los que llamarían los Termitas. Comenzó buscando personalmente a los primeros Termitas y encontró a gente con habilidades increíbles debido a sus grandes capacidades intelectuales. Posteriormente generalizó la búsqueda para hacerla más global ayudado por otros investigadores de toras universidades a lo largo de todo el planeta. El resto de su vida, Terman vigiló a su ejército de superhombres, sometiéndolo a todo tipo de rastreos, pruebas, mediciones y análisis. Todas sus conclusiones las registró en gruesos volúmenes rojos titulados Estudios genéticos del genio.
Todo esto puede parecer razonable. ¿Qué mejor que un grupo de personas intelectualmente superiores en los que delegar los problemas más complejos del mundo? Pero el caso es que Terman se equivocó. Los Termitas fueron un fracaso. Lewis Terman, no había reparado en un pequeño detalle: el CI no es el único factor que determina la genialidad de una persona.
Se han llevado a cabo numerosas investigaciones en una tentativa de determinar cómo el rendimiento de una persona en una prueba de CI se traduce en éxito en la vida real. Y se ha descubierto que la relación entre éxito y CI funciona sólo hasta cierto punto. Una vez se alcanza una puntuación de unos 120, el sumar puntos de CI adicionales no parece repercutir en una ventaja mesurable a la hora de desenvolverse en la vida real. Una persona con un CI de 170 tiene más posibilidades de pensar eficientemente que una persona con un CI de 70. Pero una vez cruzado el umbral de 120, entonces las posibilidades se diluyen. El premio Nobel tiene tantas posibilidades de recaer en un CI de 130 como en un CI de 180.
Un ejemplo que refuerza esta idea la encontramos en la discriminación positiva que existe en algunas universidades, como la de Michigan. Alrededor del 10 % de los estudiantes que se matriculan al año son miembros de una minoría racial, aunque sus notas de acceso no sean tan competentes como el resto de personas (aunque igualmente sean calificaciones brillantes). La Universidad de Michigan decidió hacer un seguimiento de cómo les había ido a estos estudiantes de Derecho después de terminar la carrera. Examinaron todo aquello que pudiera servir como indicativo de éxito en el mundo real. Los resultados indicaron que les iba exactamente igual de bien que al resto de los alumnos. No había diferencias significativas.
Entonces, se puede decir que la inteligencia importa a partir de cierto umbral, pero una vez sobrepasado, una mayor inteligencia no garantiza el éxito en la vida. Una vez asumido esto, es importante analizar cuáles son los factores determinantes una vez superado ese umbral de inteligencia a la hora de ser brillante.
Para realizar este análisis vamos a utilizar lo que se conocen como pruebas de divergencia, en lugar de las pruebas de convergencia que se utilizan en los test de CI. En las pruebas de divergencia no hay una respuesta correcta única. Lo importante es el número y la singularidad de las respuestas dadas. Este tipo de pruebas tratan de medir aspectos como la creatividad. Un ejemplo, escribid todos los usos diferentes que se os ocurran para los siguientes objetos: un ladrillo y una manta.
Esta es la respuesta que dio Florence Hudson, una chica prodigio, con uno de los CI más altos de su escuela:
Ladrillo: Construcción, lanzamiento.
Manta: Proteger del frío, sofocar un fuego, como una hamaca o parihuela improvisada.
Florence sólo es capaz de ofrecer los empleaos más funcionales y comunes de esos objetos. Son respuestas correctas, pero no va más allá.
Ahora veamos la respuesta ofrecida por un tal Poole, de un instituto británico de nivel superior:
Ladrillo: hacer la compra cuando la tienda está cerrada. Ayudar a sostener en pie las casas. Para jugar a la ruleta rusa y mantenerse en forma al mismo tiempo (diez pasos ladrillo en mano, media vuelta y lanzamiento; prohibida toda acción evasiva.) Para poner encima de la manta y que ésta no se caiga de la cama. Para romper botellas de Coca-Cola vacías. O llenas.
Manta: Para tapar una cama. Para practicar sexo ilícito en el campo. Como tienda de campaña. Para hacer señales de humo. Como vela para un barco, carro o trineo. Como sustituto de una toalla. Como blanco de tiro para miopes. Como salvavidas para gente que salta de rascacielos en llamas.
Esta fue la razón que hizo que el proyecto de los Termitas fracasara. Los Termitas eran robots que estaban muy bien valorados a la hora de cumplir su programa robot. Pensaban de una manera lógica casi perfecta, pero no eran capaces de enfrentarse de la manera necesaria a problemas en los que la imaginación era una pieza clave. Problemas que te encuentras cuando tu objetivo es encontrar la solución a los problemas de la raza humana. ¿Quién creéis que tiene más posibilidades de hacer el tipo de trabajo brillante e imaginativo que gana premios Nobel? Los Termitas no conseguían salirse de la raya a la hora de buscar soluciones y por ello no eran capaces de encontrarlas.
De todas formas, por conocer la historia completa, hay que decir que a los Termitas no les fue nada mal. Sus niveles de vida tendieron a ser altos, aunque nada extraordinarios, a pesar de ser genios exhaustivamente seleccionados. Sus carreras profesionales fueron bastante normales, aunque algunos fracasaron en ellas. Más o menos como cualquier otro ser humano que obtiene una alta educación.
En una crítica devastadora, el sociólogo Pitirim Sorokin demostró en cierta ocasión que, si Terman se hubiera limitado a elegir al azar un grupo de niños con entornos familiares parecidos a los de los Termitas (absteniéndose por completo de calcular su cociente intelectual), habría reunido un grupo autor de logros casi equivalentes a los de su grupo minuciosamente seleccionado de genios.
De todas formas, abandonemos a Terman y sus Termitas porque esto aún no ha acabado. Sigo relacionando temas y artículos y ahora os quiero hablar de otra cosa pero que está muy relacionada. Prácticamente todos asociamos el éxito de una persona a una mezcla de trabajo duro y un especial don. Ahora lo que quedaría por ver es cuanta importancia tiene ese trabajo dura y cuanto ese talento innato a la hora de sobresalir en alguna actividad. ¿Y si fuera verdad aquello de que cualquier trabajo es un 1 % de talento o suerte y un 99 % de transpiración?
Es evidente que el talento innato existe. No podemos obviar que las personas nacen con distintas características y habilidades naturales. Sin embargo, cada vez más experimentos psicológicos confirman que importa menos de lo que pensábamos el talento innato que el nivel de preparación.
Uno de los estudios más famosos al respecto es el que llevó a cabo a principios de 1990 el psicólogo K. Anders Ericsson y dos de sus colegas en la elitista Academia de Música de Berlín. Allí dividieron a los violinistas en tres grupos:
Grupo 1: las estrellas, los que tenían más potencial para ser músicos de talla.
Grupo 2: los que eran juzgados por sus profesores como simplemente buenos.
Grupo 3: los estudiantes que tenían escasas posibilidades de acabar dedicándose profesionalmente a la música.
A todos los estudiantes se les había preguntado cuántas horas habían practicado aproximadamente con su violín desde la primera vez que tomaron uno. En los tres grupos la respuesta fue parecida: todos empezaron a tocar alrededor de los 5 años de edad, y todos practicaban unas 2 o 3 horas semanales. Las diferencias en cambio comenzaron a surgir al hablar de sus prácticas a partir de los 8 años de edad. Los estudiantes del Grupo 1 respondieron que a esa edad duplicaron las horas de prácticas. A los 16 años, ya practicaban 14 horas semanales. A los 20 años era posible que algunos ya practicaran unas 30 horas semanales. Más o menos, todas las horas de práctica sumarían unas 10.000 horas. Ninguno que practicara menos podía colarse allí, y viceversa. Los miembros del Grupo 2 sumaban como máximo 8.000 horas. El Grupo 3, apenas 4.000 horas.
Esos resultados eran demasiado precisos para resultar ciertos. ¿Todo se reducía al número de horas invertidas por los estudiantes? Para asegurarse de que no habían asistido a una especie de casualidad, repitieron el mismo tipo de experimento con una clase de pianistas. Se repitió exactamente el mismo resultado. El patrón era idéntico. Los pianistas más sobresalientes siempre habían sumado al menos 10.000 horas de prácticas en toda su vida.
Este resultado era del todo contra intuitivo. Ericsson no encontró músicos natos, esa clase de músicos que parecen nacer con el don de tocar brillantemente, como si lo llevaran escrito en los genes. Ericsson concluyó que una vez que se demuestra cierta capacidad suficiente para ingresar en una academia superior de música, lo que distingue al intérprete virtuoso de otro mediocre es el esfuerzo que cada uno dedica a practicar. Los músicos que están en la cumbre no trabajan un poco más, trabajan muchísimo más que el resto. No hay otro secreto.
El neurólogo Daniel Levitin lo expresa así en su libro El cerebro y la música:
“La imagen que surge de tales estudios es que se requieren diez mil horas de práctica para alcanzar el nivel de dominio propio de un experto de categoría mundial, en el campo que fuere. Estudio tras estudio, trátese de compositores, jugadores de baloncesto, escritores de ficción, patinadores sobre hielo, concertistas de piano, jugadores de ajedrez, delincuentes de altos vuelos o de lo que sea, este número se repite una y otra vez. Desde luego, esto no explica por qué algunas personas aprovechan mejor sus sesiones prácticas que otras. Pero nadie ha encontrado aún un caso en el que se lograra verdadera maestría de categoría mundial en menos tiempo. Parece que el cerebro necesita todo ese tiempo para asimilar cuanto necesita conocer para alcanzar un dominio verdadero.”
Ahora haciendo unas pequeñas matemáticas podemos comprobar que esas 10.000 horas que necesita el cerebro para, gracias a su plasticidad, volverse especialmente diestro en alguna actividad, equivalen aproximadamente a unos 10 años.
Por supuesto, nadie te garantiza el éxito en una actividad una vez logrado el talento. Uno puede estar 20 años escribiendo 10 horas al día y ser rechazado sistemáticamente por todas las editoriales del mundo. Porque lo que finalmente distingue una carrera de éxito de otras muchas carreras suele ser normalmente una combinación de oportunidades extraordinarias y suerte. Pero ello no invalida que, neurológicamente, 10.000 horas de práctica, 10 años de tesón e ilusión, es el mínimo requerido para que una persona alcance la excelencia en la realización de una tarea compleja.
Y hasta aquí llega mi post de divulgación científica de esta semana. No sé, me pareció muy interesante todo esto. Resumiendo un poco. Para triunfar en una actividad es necesaria tanto la inteligencia como un talento natural, pero que una vez sobrepasados unos umbrales de estas características, cobran mucha más importancia otras como la creatividad del individuo a la hora de solventar los problemas u obstáculos y muy especialmente el trabajo dedicado a la actividad. Alguien muy listo y talentoso no conseguirá triunfar si se queda solo en eso. Posiblemente parta con cierta ventaja sobre otro individuo, pero al final tendrá que trabajar muy duro para conseguir sus objetivos.
Espero que no se os haya hecho muy duro de leer y que os haya gustado. Un saludo.
Fuentes: Genciencia, El cerebro y la música de Daniel Levitin y Fueras de serie de Malcom Gladwell
… FANTÁSTICO POST…!!!
Muy bueno, con lo que dices me quedo tranquilo. En 10 años puedo llegar a ser de los mejores en lo que me proponga hoy. ¿Que quiero llegar a ser?
Algo tb imprescindible para el éxito, al margen de la creatividad, la genialidad innata o trabajada, es el papel que el control y aprovechamiento de las emociones puede jugar en el camino al éxito. La inteligencia emcional…
10 años para la genialidad.. :)Interesante!
Muy bueno el Post. Cuando he visto la longitud me he pensado dos veces el leerlo, hehe! Pero Dupla no me ha decepcionado.
Últimamente he descubierto el tema de la psicología y se trata de algo apasionante. En estos últimos años se están descubriendo muchas cosas con los nuevos avances tecnológicos, vease el escaner cerebral.
En relación a la divulgación de estos temas os recomiendo el trabajo que esta realizando Punset, en el programa de tv redes para la ciencia. Podéis ver todos los episodios en el siguiente enlace: http://www.redesparalaciencia.com
Sobre el «exito» y su relación con el coeficiente intelectual. O mejor dicho su NO exclusiva relación, os recomiendo: Inteligencia Emocional de Daniel Goleman.
Un saludo!